Por: Feliciano Padilla
Alipio Choquehuayta, suspendiendo sus congojas en un vacío indefinido, trata de comprender las causas de su reclusión, pero, no lo logra. No sabe exactamente cómo el burro más apreciado de su cabañuela pudo irrogarle tremenda desgracia. Desde su celda en la cárcel de Puno, alarga una mirada cuadriculada a través de la ventanilla y observa que en los demás pabellones y calabozos los presidiarios conversan animadamente. En cambio, él está a punto de estallar de cólera y muy triste por la suerte desventurada de su familia.
Al cabo de dos años por fin se realizaba la audiencia. Al principio, Choquehuayta, solo reclamaba la devolución de su querido pollino por parte del hacendado Cayetano Buendía; pero este se negaba, aduciendo que los daños causados por Garañón aquella tarde del 3 de noviembre de 1931, en su hacienda de Buenaventura, sobrepasaban el valor del burro, por lo que, sin más fallo que el de su propio albedrío se apoderó de Garañón.
El “Zorro” Mandujano, abogado de Choquehuayta, prestigioso leguleyo por sus célebres y estrafalarias defensas logró ampliar el caso para diez burros más.
-No se trata, señores magistrados, de uno, sino, de once burros si contamos a Garañón y a sus diez descendientes engendrados durante su cautiverio en la hacienda Buenaventura.
“El Zorro Mandujano nunca pierde y si pierde saca la mierda”, monologó recordando su participación en las gloriosas barras carolinas.
-Señores magistrados: Garañón, desde que se hospedó el 3 de noviembre de 1931 hasta el 25 de diciembre de 1933 en la hacienda Buenaventura consumió alimentos, junto con sus diez hijos, por la suma de mil soles. Si consideramos que cada burro cuesta 20 soles en cualquier feria, la diferencia determina quién paga a quién. Y está visto que Choquehuayta debe mil soles, que es el equivalente al precio de una casa. El precio de los once burros alcanza a 220 soles. Señor Juez, solo pido que se aplique la ley - terminó de argumentar el doctor Alzamora, defensor de Cayetano Buendía, exhibiendo una sonrisa victoriosa.
Garañón era un burro guapo y fogoso. Lo era realmente aquel fatídico 3 de noviembre de 1931. Con loable anticipación, don Celso Torero, director del colegio, y todo su personal, habían planificado las actividades de su fiesta patronal y, dentro de ellas, la famosa “entrada de qapos”. Aquel día los burros fueron concentrados en el patio central del colegio desde las catorce horas. A las dieciséis sería la procesión y la “entrada de qapos”. Los alumnos que los trajeron de sus estancias los miraban ahítos de emoción, imaginando cómo participarían sus animales. Son como cuarenta burros, dijo José, un profesor de gafas ahumadas que se apoyaba en la pileta aquella, tan famosa por ser el lugar preferido de los dirigentes que azuzaban las huelgas carolinas. El “Tarolas”, un muchacho alto y esmirriado que ocupaba el cargo de auxiliar de educación, apretando un cigarrillo con los dientes exclamó: Son exactamente cuarenta y siete burros. De más allá terció con agudeza el “Avo”, un profesor alto y narigón, ex alumno de otro colegio de idéntico nombre: No son 40 ni 47. Se trata de más de dos mil asnos si contamos a todos los que se debe contar. Nadie se enfadó Por el contrario, todos rieron a carcajadas, habida cuenta de que ellos mismos se sentían orgullosos de llamarse burros.
Las cuatro de la tarde: La procesión de San Carlos Borromeo ya debe comenzar. Una multitud enfervorizada circunda el patio de San Carlos: Damas, caballeros y alumnos pulcramente ataviados. De pronto, un burro joven y risueño, al compás de poderosos rebuznos y resoplidos empieza a alborotar la tarde: ¡Aaashi, aaaashi, aaaaashi! ¡Y arriba el burro!, sobre una, sobre dos y sobre varias burras con toda la dentadura blanca y brillante, carcajeándose con una mueca candorosa, blandiendo sus largas orejas y flagelándose con el rabo al ritmo de movimientos ondulantes. Las damas pegan el grito al cielo, lanzan jususmarías y se cubren la cara con las manos aunque con los dedos entreabiertos. ¡San Carlitos, castiga por piedad a este hijo de Satanás!
En aquellos momentos en que los estudiantes festejaban con silbidos e interjecciones la conducta indecorosa de Garañón llega don Celso Torero y con severos ademanes ordena que el personal de servicio y Enrique Bizarro, encargado de la “entrada de qapos” ponga coto a aquel espectáculo bochornoso. Pronto, el jumento es amarrado a un poste cercano a los portales del laboratorio. Y ahí está el burro sin saber por qué lo patean y lo azotan sin piedad. Con las orejas en alerta, absorto y con los ojos tristes, el pollino mira asustado su entorno; pestañea, a veces, para defenderse de las moscas y de los rayos solares.
Una vieja, la más cucufata del plantel, se le acerca y lo insulta: ¡Burro inmoral, cómo te odio! Garañón, sin saber qué hacer, levanta la cabeza y pestañea nuevamente como haciéndole guiños. ¡Hijo de Satanás!, vuelve a gritar la mujer.
Empieza la procesión. Están todas las autoridades del departamento. También se encuentran las cofradías en pleno: devotas de las congregaciones y penitentas de Santa Judi y Santa Periquita. Todos se encuentran con rostros adustos y en correcta formación de a tres. Hierve el parque Pino. Los alferados y las devotas cargan enormes cirios como troncos multicolores. Los precede un sacerdote joven y rubio, al parecer extranjero, pendulando el incensario y repitiendo letanías ininteligibles. Luego están las autoridades, los profesores, y más atrás, aproximadamente, dos mil estudiantes correctamente uniformados de beige comando. Adelante van los protagonistas de la “entrada de qapos”: cuarenta y siete burros vistosamente enjaezados y cargados de rajas de leña y charamusca que más tarde servirán para la fogata en el atrio del templo de San Juan.
La procesión avanza lentamente. Un airecillo frío de recogimiento satura el ambiente. Las ceras descomunales, los velos oscuros de las penitentas, el humo del incienso, el amén monótono de las autoridades, todo aquí otorga una especial circunspección al acto. Las andas relucientes de San Carlos Borromeo y de las santas que lo acompañan dejan atrás el Parque Pino y se aproximan a la Plaza de Armas. Al fondo puede verse la hermosa catedral y más allá el cerrito de Huaqsapata, desde donde Manco Cápac parece saludar al santo patrón. Cuando los burros y las autoridades desfilan frente al Palacio de Ayuntamiento la banda de músicos del ejército se esmera e interpreta: ¡Los peruanos pasan! La procesión atraviesa ahora el Palacio de Justicia. De pronto, otra vez el burro aquel: ¡Aaaaahi, aaaashi, aaashi! ¡Y arriba el burro!, sobre una, sobre dos y sobre varias burras que se derriten de vergüenza. “Secula, secolorum, amén” y otra vez aquella dentadura blanca y brillante; otra vez, como carcajeándose ingenuamente y cayéndosele la charamusca y los leños por la grupa. El escándalo provoca exclamaciones de horror entre las penitentas. El pueblo libera sus deseos reprimidos y festeja la ocurrencia a mandíbula batiente. Esta vez don Celso Torero logra acercarse a Enrique Bizarro y lo carajea disimuladamente conminándolo a llevarse el asno muy lejos. El burro es conducido de grado o fuerza desde la Plaza de Armas hasta el patio del colegio, donde se le amarra del poste con cadenas de acero para que no se escape otra vez.
Concluida la procesión empieza la fogata en el atrio de San Juan. Las autoridades departamentales y del colegio, así como los profesores celebran las vísperas de la fiesta patronal con algarabía indescriptible. Horas después, cuando Enrique y los encargados retornan al colegio a las ocho de la noche para devolver los burros a los alumnos, no encuentran a Garañón. Allí se complicó mi vida y la de aquel burro desgraciado, repetía Enrique Bizarro cada vez que lo interpelaban.
Y de veras, hasta ahora no se sabe exactamente qué palomilla pudo dar libertad a Garañón aquella noche del 3 de noviembre de 1931. Tampoco se sabe qué metiche de mierda – como solía decir Celso Torero cuando se acordaba del burro- pudo arrearlo hasta la parte alta de la ciudad, posibilitando que después invadiera la hacienda y se diera un banquete de rey y señor mío. Este es el inicio de la historia desventurada de Garañón que más tarde se complicó con su propia confiscación, con la numerosa prole que engendró, con el exorbitante “yerbaje” de que se le imputaba y con la prisión de su amo, don Alipio Choquehuayta.
Ahora, él se encuentra recluido en su celda y recuerda con rabia el día en que su hijo Germán Choquehuayta sacó al burro del corral y, también, aquel otro día en que lo reconoció en la hacienda de Buenaventurta después de dos años de considerarlo perdido. Carajo, mierda, solo mi “hechorcito” yo quería. Doctor Mandujano me jodió diciendo diez burros más ganaremos, a los hijos de Garañón recuperaremos. Al doctor Mandujano “Zorro” le dicen. Carajo, más bien, “Burro” Mandujano será, pues. Luego, venciendo la oscuridad de la celda alarga otra mirada cuadriculada a través de la ventanilla. El griterío y las gramputeadas de las celdas contiguas perturban su entendimiento. Al tropezar su mirada con la figura morbosa del alcaide, que mira a su vez a dos hermosas presidiarias, se le figura que luce dos orejas largas y peludas, dentadura blanca y una sonrisa lujuriosa como solía exhibir su querido Garañón cuando se ponía a corretear a las burras.
(*) Este cuento fue escrito entre 1983 y 1984, y publicado en mi libro de relatos de aquella época.
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