sábado, 26 de junio de 2010

“EL LABERINTO” DE ALFREDO HERRERA:SIMBOLOGÍA DE LA ANGUSTIA EXISTENCIAL CONTEMPORÁNEA

Escribe: Feliciano Padilla

En los últimos meses, Alfredo Herrera Flores, nos ha hecho llegar un poemario con el título de “El Laberinto” editado por Impresiones Orión, Lampa 2008. Se trata de un poemario que viene dentro de un sobre tamaño oficio, en el que puede leerse el título del poemario y el nombre del autor, además del lugar de donde viene la comunicación y, dentro del sobre, un texto poético de catorce estrofas. Este sobre es parte del libro y funciona a guisa de portada formando una unidad indisoluble con el texto; de modo que el libro, aparte de darnos la ocasión de disfrutar con el significado del texto, nos permite un gozo sensitivo táctil por medio del paratexto.

Hay ocasiones en las que se acostumbra utilizar la frase “poeta consagrado” a fin de llamar la atención del lector, no tanto por la importancia del texto a comentarse, sino, por subrayar el significado del comentario. En el caso de Herrera Flores esa frase no constituye parte de ninguna motivación porque es la expresión de una referencia real, ya que el escritor lampeño Alfredo Herrera Flores es un poeta consagrado, el único poeta puneño que ha ganado el Premio Copé de Oro de Poesía en 1996 y finalista de este mismo Premio en las versiones de 1988 y el 2001. Bueno, sea esta una oportunidad para informar, que también, Luis Rodríguez Castillo (Filonilo Catalina) fue Premio Copé de Bronce en el 2005 y, finalistas de este mismo Premio: Boris Espezúa Salmón en los noventas del siglo pasado y Eddy Oliver Sairitupa Flores en el 2007.

Luego de este preámbulo tratemos de aproximarnos al mismo libro. Con este propósito es necesario recordar el mito de “El Minotauro” que, en síntesis, es como sigue: “El Dios Poseidón donó al rey de Creta llamado Minos un precioso toro blanco para que este lo sacrificará en su honor. Minos quedó prendado del toro y en su lugar sacrificó a otro. El Dios del mar, furioso por este engaño hizo que la bella Parsifae, esposa de Minos, se enamorara perdidamente del toro. Para cumplir con su pasión carnal obligó a Dédalo para que le hiciera un disfraz. Dédalo lo diseñó de forma tan perfecta que fruto de la cópula entre Parsifae y el toro blanco nació el Minotauro, un monstruo de cuerpo humano con cabeza y rabo de toro. Minos, al saberse burlado ordenó a Dédalo para que construya el Laberinto (un edificio con calles internas iguales y pasajes de apariencia interminable) donde viviría para siempre el Minotauro. Este monstruo se alimentaba solo de carne humana y cada siete años debían ofrecerle 14 vírgenes: 7 varones y siete damas, con los que el monstruo saciaba su apetito. Un joven llamado Teseo quiso terminar con el monstruo para cuyo fin se ofreció como uno de los destinados al sacrificado y, de esa manera, tener la oportunidad de matar el Minotauro: Luego de cumplir con aquel plan, salió del Laberinto gracias al apoyo de Ariadna, hija de Minos y hermanastra del monstruo, quien le proporcionó un hilo para que llevara consigo y que luego de matar al Minotauro saliera de aquel lugar imposible siguiendo el recorrido del hilo”.

Proporciono esta información, porque según mi punto de vista, sustentado en un análisis intertextual, Alfredo Herrera, utiliza en las 14 estrofas de su poemario, los elementos de este mito de “El Minotauro” e, incluso, los de la tragedia “Antígona” de Sófocles, para explicarnos simbólicamente la angustia existencial de la humanidad, que se encuentra atrapada entre las argucias del proceso de globalización. Sostengo que es necesario leer todo el texto para comprender el sentido de mi interpretación en vista de que, en este artículo, por razones de espacio, utilizaré solo algunos versos de estrofas sucesivas para fundamentar mi hipótesis. “Agoniza/ el alto día más/ solitario que el primer grito/ Quedan el olor a sangre y a la masa informe/ de los cadáveres, el pálido brillo de las armas/ los pasos abandonados/ y algunos abrazos/. Soy el ojo que observa/”, dice el poeta en la primera estrofa y de hecho nos ubica en la angustia existencial de la humanidad, la que puede empezar por interrogantes muy simples como: qué hago en este mundo, para qué sirvo, qué he hecho de mi vida, quién soy, a dónde voy, etc., que significa enfrentarse con la dimensión agónica de nuestra existencia, ante la comprobación de que nos encontramos más solitarios de cuando irrumpió en el mundo el primer grito humano.

En la estrofa III, cuando habla la hermana mayor, exclama: “Ha pasado el tiempo,/un hombre camina sin ser visto/ da un paso y luego/ otro y no avanza/ nada hay delante suyo nada/ hay atrás/. Un silencio mortal acompaña su/ pensamiento, su rostro/ de trueno, de lluvia, de espanto/; no tenemos más que retroceder en el tiempo y pensar en ese peregrino que ha caminado todos los senderos desde el mundo antiguo hasta la modernidad, con el signo de una culpa que no sabe exactamente por qué la carga. Los etapas de su largo camino saturadas de sosiego, fusionaron victorias efímeras y derrotas dolorosas, rasgos que pensó abandonarlos al llegar a la modernización, porque la modernidad es la antípoda de la quietud y placidez del mundo no moderno.

El hombre vivió la modernidad tomando por asalto sus sueños y fue feliz aun cuando aquella epopeya le implicó sufrimientos, porque la modernidad es sobrepasar lo cotidiano, transgredir los límites, es sufrir y saltar las vallas, es movimiento, es actuar para conquistar ideales; pero, la modernidad conquistada por el hombre llegó a su fin debido al proceso de globalización y, otra vez, el hombre se encuentra atrapado en sus propias contradicciones, moviéndose sin moverse y saliendo sin poder salir como el Minotauro que, ahora, solitario y en vano recorre desquiciado por todos las sendas del Laberinto construido por Dédalo.

El Laberinto del siglo XXI es la “sociedad global” en que se ha convertido el mundo. /El monstruo no/ renuncia a sus dominios/ ni a sus demonios, y no cede/ aún ronda entre los pasadizos/ del Laberinto/ su respiración agitada lo delata/. El Minotauro/ lee en el periódico del día/ la larga lista fúnebre de amigos y/ enemigos/” (cuarta estrofa). Y ahí está el hombre, al parecer, resignado, sin renunciar a sus dominios ni a sus demonios, pero todavía incapaz de ver el infinito que se extiende tras las murallas de este edificio y, sin poder percibir que al norte de nuestro Laberinto gobierna el nuevo Minos, el único rey de Creta gozando del orden social por él establecido.

/Un hombre es un hombre y/ muchos hombres/ nadie camina solo/, dice el poeta, lo cual nos conduce a pensar que no es un hombre, sino la humanidad la que está viviendo en el Laberinto, su propia tragedia: Los hombres pugnan, luchan y se destruyen entre sí y aun se dan tiempo para velar a sus hermanos, como en “Antígona”, la tragedia de Sófocles. “/Más tarde/ irán a velar a Polinices/ aún hay tiempo/. En realidad, podían los hombres haber vivido en paz y en armonía con la naturaleza, pero Minos, el rey de Creta ha extremado las contradicciones humanas y viene propiciando combates inútiles, porque nadie sabe cómo salir del Laberinto. Y ahora “/Nadie recuerda las batallas/ Nadie sabe de esta sangre caliente/ Nadie ha visto los ojos de la muerte/ Nadie respira como antes/ Nadie recuerda el cáncer/ ¿Qué mecanismos utiliza el nuevo Minos para asfixiar al hombre en medio de la soledad hasta despojarle la memoria a fin de que no pueda salir del Laberinto? /El sol está nuevamente en lo alto/ solo, como en el primer grito/ sol solo/ y habremos de lamentar probablemente alguna muerte sobre el asfalto/, se lamenta el poeta en la séptima estrofa y se interroga a sí mismo “/¿Qué dirá Antígona/ sobre la tragedia/ … /Pero allá están todas/ llorando/ en las puertas del Laberinto a un muerto ajeno/”.

El concepto sofocleano de Antígona sobre la realidad humana está por encima de las leyes humanas, e incluso por sobre la de los dioses representado por el nuevo Minos, pero en la obra Antígona de Sófocles no se conoció ley alguna si no es para burlarla. El poemario que comentamos, en las estrofas VII, VIII y IX signado por el espíritu de Antígona está penetrado por la noción de "muerte"; las acciones de los vivos están condicionadas por la presencia de los muertos. Recordemos que la base de la tragedia de Sófocles es la prohibición de Creonte de dar sepultura al cadáver de Polinices. La muerte no es solo el punto de partida de la obra, sino también el final de la misma. En “Antígona” no hay asesinatos, sino suicidios de vivos que ya no desean seguir siéndolo, tal como Antígona y su bello amante Hemón, que desobedecieron las órdenes del rey Creonte y devolvieron así, al acto de morir, su dignidad ancestral.

Alfredo Herrera, con su reconocido talento inserta el sentido de la tragedia “Antígona” al interior de El Laberinto. El Minotauro que representa a la humanidad anda a tropezones, sin rumbo, sin encontrar solución para su encierro material y espiritual, porque ha perdido la memoria y no recuerda el punto de entrada que es al mismo tiempo el punto de salida. Qué mundo es este donde se tienen batallas entre hermanos y hay Antígonas que velan a los muertos y mueren a causa de la solidaridad con los suyos. La vida en esta etapa continúa su curso dramático signado por las cadenas de la “aldea global” que pretende arrasar todo rastro y rostro cultural para construir al ciudadano universal consumista y deshumanizado. Oigamos, en todo caso, al mismo poeta cuando dice en la estrofa XII: /La iluminada plaza revienta/ de voces/ y música, nadie/ recuerda que hubo alguna vez/ una multitud que pugnaba en las puertas del/ Laberinto/ que hubo una batalla de/ la que los hermanos mayores/ jóvenes universitarios/ no volvieron/.

El poeta está dentro del Laberinto y, a veces, es un ojo que observa desde la distancia, pero, que le duele lo que pasa en el Laberinto. Por eso, en la estrofa XIII dice con voz quebrada y sentimiento plenamente andino: “/¿Con qué voz/ se podrá decir que/ hemos sobrevivido? Ariadna/ Megube, Miranda, Imillita/ con qué ojos habremos de mirar/ lo que queda de la hecatombe?/ El Minotauro aún duerme/ El Laberinto/ será nuestro hogar desde ahora/.

No obstante la tragedia que nos engloba, podemos aún enarbolar el estandarte de la esperanza. Ha de llegar la hora en que la amnesia sea derrotada. Ha de llegar una generación mejor que la nuestra; se avizoran nuevos tiempos para salir de esta “aldea global” en que nos ha reducido las circunstancias. El poeta lo percibe: /Alguien recorre/ el Laberinto sin dejar guías ni signos/ va en busca de un latido poderoso/ de un ronquido sobrenatural/. Debe entenderse que alguien es alguien y muchos, así como el hombre es un hombre y muchos hombres. Ese alguien será Teseo, el del mito griego, el joven heroico que, apoyado por Ariadna, vencerá al Minotauro y destruirá el Laberinto para que todos vivamos libres como en el primer grito del hombre. La expresión simbólica de El Laberinto representa, sin duda, tanto al cerco de las coacciones que aprisionan al hombre contemporáneo, como el esfuerzo del hombre por desentrañar un destino que se le escaparía de las manos si no se convierte él mismo en el Teseo liberador de la humanidad.

El laberinto es la paradoja de la vida misma, con sus oportunidades, sus peligros y sus contradicciones, para cuyo tránsito cuenta el hombre con los escasos hilos de Ariadna. En resumen, el Laberinto ha sido construido por ese ser humano poderoso que representa a Minos, - y hay que reconocerlo - también, por nosotros mismos, que hemos convertido a la vida en un gran teatro, cuyo centro esconde la respuesta que espera que la develemos. Y la descubriremos si somos capaces de convertirnos en el nuevo Teseo del siglo XXI. Así sea.

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